En esta imagen puede observarse a un conjunto de ex consejeros y altos directivos de Bankia, entre los cuales se encuentran varios catedráticos, presidentes de la patronal, ex ministros y ex secretarios de Estado de Hacienda, arremolinándose a la entrada de un súper, ansiosos por hacer uso de sus tarjetas negras.
No es una broma. Ni una exageración. La realidad es muchísimo peor. Porque si hay algo que me gustaría demostrar jurídicamente en este post es que este tema, pese al color de las famosas tarjetas, va muchísimo más lejos que el fraude fiscal (como ya ha apuntado algún colaborador de este blog). Lo que aquí presenciamos es un ejemplo asombroso del asalto en toda regla por parte de nuestras élites extractivas (políticas-empresariales-profesionales) a nuestras instituciones y a nuestros recursos públicos, que alcanza un nivel de desfachatez inaudito. El caso más grave posible de expolio, sin duda alguna, porque no se trata de un asalto de pobres a pobres (como el de la fotografía de arriba), ni de pobres a ricos (como en la fotografía de abajo), sino de ricos a pobres.
Cuando el ex Secretario de Estado de Hacienda, Sr. Rodríguez-Ponga (Estanislao), se gasta casi 255.000 euros en el Corte Inglés sin declararlos a Hacienda, no está simplemente cometiendo un fraude fiscal por no declarar una remuneración extraordinaria, sino participando activamente (en la parte alícuota que le corresponde) en un expolio en el que los principales perjudicados son los preferentistas de Bankia y los suscriptores de sus acciones tras la salida a Bolsa de la entidad. Y luego los contribuyentes que la rescataron, evidentemente. Centrarse principalmente en el fraude fiscal impide ver el bosque que se oculta siempre detrás (como han demostrado dos colaboradores de este blog, Elisa de la Nuez y Francisco de la Torre). No es frecuente que los que perciben cohechos los declaren a Hacienda, ni que los que atentan contra el Presidente de los EEUU declaren en el visado de entrada tener intención de hacerlo.
El hecho de que aquí no nos encontramos ante una remuneración extraordinaria no declarada reside en un dato muy relevante. Los poquísimos titulares honestos de las tarjetas (únicamente cuatro) no lo fueron por declarar esos ingresos a Hacienda, sino por no hacer uso de ellas, o limitarse –estos sí- a verdaderos gastos de representación. Pero nadie entre los que las usaron para fines particulares declaró jamás nada a Hacienda -o por lo menos nadie reconoce haberlo hecho-. Este dato es muy interesante y solo tiene una explicación: los titulares de las tarjetas tuvieron que recibir instrucciones muy claras por parte de la entidad de que esos gastos eran totalmente opacos para todo el mundo no directamente implicado (Hacienda incluida, claro) y la discreción (la natural del mafioso) era absolutamente imprescindible. Esta partida se registraba en un sistema informático opaco y se apuntaba en la contabilidad en una partida de “quebrantos”, pero nadie con una formación suficiente como para ser consejero o directivo de una Caja podría pensar jamás que hubiera podido ser de otro modo, que estas “remuneraciones” pudieran contabilizarse de manera normal. Si esto es así, como resulta del todo evidente, ¿qué diferencia hay entre usar las tarjetas negras y reventar la caja y llevarse directamente el dinero?
Frente a esta conclusión algunos consejeros han pretendido echarle la culpa a la entidad, acusándola de no haber hecho las retenciones a cuenta del IRPF sobre la totalidad de las retribuciones y no incluir esas “remuneraciones” en los certificados de ingresos y retenciones que entregaban a los consejeros (aquí). El argumento es simplemente patético. El Sr. Rodríguez Ponga tenía una remuneración oficial de 67.000 euros, pero cuando le entregan el certificado de retenciones no cae en la cuenta de que no se han incluido los 255.000 euros del súper (aunque sea divididos en cuatro años). Bueno, hay que reconocer que a cualquiera se le puede pasar algo así.
Por eso mismo el intento de delegar su responsabilidad en la entidad es insostenible por dos razones. La primera es que, configurado de esta manera, el expolio no podía desconocerse por los beneficiarios. La segunda es más clara todavía: ellos mismos eran “la entidad”, porque, ¿quiénes otros si no? ¿Acaso no era la entidad el consejero Rodriguez Ponga? ¿Y el resto de consejeros? No hablemos ya de Rato o Blesa. ¿Acaso no lo era el Sr. Iranzo, miembro de la comisión de control de la Caja? Si no, ¿quién es “la entidad”? ¿El contable de la mesa del fondo?
El juez de la Audiencia Nacional Fernando Andreu ha imputado a Blesa y a Rato (junto con el ex Director General Sánchez Barcoj) por delito societario y apropiación indebida, pero debería hacerlo con todos los demás, sin ninguna duda. 86 personas, los 65 consejeros que ha tenido Caja Madrid desde el año 2003 y la veintena de altos cargos de Bankia desde su creación en 2011 hasta 2012, exceptuando a los cuatro ya citados, por un daño total de más de quince millones de euros.
Se dan de manera completa todos los requisitos del tipo de la apropiación indebida (STS de 21 de febrero de 1991). Son consejeros y altos directivos que reúnen entre ellos la capacidad de gestión (posesión) de un dinero ajeno, del que disponen para usos absolutamente particulares, con ruptura dolosa de la relación de confianza. El carácter doloso me parece incuestionable, pues existe conciencia y voluntad de disponer como propio del dinero ajeno, a sabiendas de que concurre, por eso mismo, la obligación de devolverlo al legítimo propietario (como de facto han reconocido algunos de ellos al proceder a su restitución). Es decir, incluso aunque alguno hubiese declarado esas cantidades a Hacienda (para evitar una sanción fiscal) no se excluye en absoluto el delito de apropiación indebida cuando faltaba el título legítimo para disponer como propio de ese dinero. El que no se declare es simplemente un indicio más para comprobar esa voluntad dolosa.
La inclusión en el tipo todavía es más clara si tenemos en cuenta la doctrina del Tribunal Supremo en casos de administradores de sociedades, en los que ni siquiera exige que el dinero se haya incorporado al patrimonio del autor. Por eso hay que entender que estas acciones que venimos comentando no están incluidas en el tipo más benévolo del art. 295 del CP (delito societario, que podría resolverse con una simple multa) sino también (o concretamente) en este del art. 252 CP (apropiación indebida). Especialmente porque este artículo incrimina conductas de apropiación o distracción dominical definitiva de lo ajeno, frente a las conductas de mera administración desleal.
Con todo, lo grave no acaba aquí. La extensión del caso es algo pavoroso (82 de 86 posibles), pero no debe confundirnos. La explicación no descansa solo en la falta de honestidad generalizada en la que parece que vivimos, sino en la absoluta sensación de impunidad que afecta a nuestras élites extractivas. Sensación pasada (todos cobraron alegremente), presente (la mayoría sigue en sus puestos como si tal cosa) y… futura. La prueba del nueve es el caso de la devolución de las cantidades dispuestas por el Sr. Rato y por algún otro consejero a principios de julio, dato cuya profunda significación ha pasado prácticamente desapercibida.
Cuando Rato devuelve el dinero no lo hace porque su Pepito Grillo se lo pida de manera insistente, a la vista del daño producido a preferentistas y accionistas (de hecho siguió usando las tarjetas cuando ese daño ya era evidente). Tampoco por el anuncio hecho por el FROB hace un año de revisar a fondo la gestión de las Cajas españolas, sino porque desde dentro le han filtrado que la noticia va a trascender y le avisan de lo oportuno de la devolución. Rato no discute, no alega que se trata de un uso legítimo de la tarjeta por gastos de representación o por una remuneración extraordinaria, sino que reconoce simplemente que le han pillado metiendo la mano en la caja y –qué se le va a hacer- que procede devolver el dinero. Esto es muy revelador, por ambas partes. Por el lado de Rato, la devolución implica un reconocimiento en toda regla de la obligación de devolver, como hemos comentado al analizar el tipo penal de la apropiación indebida. Pero por el lado de Bankia es todavía más interesante, porque si considera que se ha cometido (o ha podido cometerse) un delito, ¿por qué no lo denuncia inmediatamente en el juzgado? ¿Por qué prefiere avisar discretamente y –atención- guardarse el dinero y no consignarlo? ¿Por qué está tan seguro de que ese dinero es suyo y no de accionistas, preferentistas y contribuyentes?
Esto nos pone sobre la pista de una de las anomalías más singulares de toda esta historia de la investigación de la mala gestión de las Cajas: quienes investigan y denuncian son los propios investigados/perjudicados/implicados. Son ellos los que deciden qué se judicializa, cómo y cuándo. Tanto Bankia como el FROB –en gran parte la misma cosa- actúan con una norme opacidad en este asunto, cosa que bien pensada no debería sorprendernos, pues sus conflictos de intereses son omnipresentes. No existe un tercero imparcial (lo que hubiera sido posible si se hubiera aceptado la propuesta de intervención parcial solicitada por UPyD) que fije las estrategias de investigación y que una vez detectadas las anomalías actúe en consecuencia. No es de extrañar, por eso, que pese a que en teoría los gestores de Cajas debieran sentirse muy amenazados por la anunciada actuación inspectora de esta entidad pública, tuviese que llegar el chivatazo para que alguien se animase a devolver el dinero en este caso concreto.
Termino. Hasta que en este país el sistema de exigencia de responsabilidades (sociales, políticas y jurídicas) no empiece a funcionar de manera mínimamente seria no habrá solución posible. Las responsabilidades políticas, en forma de dimisiones de cargos públicos. Pero no sólo de los directamente implicados, sino también de los que han propiciado ese aquelarre sin otra finalidad que crear fieles clientelas e imposibilitar su propio control. Que el destino político de Esperanza Aguirre dependa todavía de si atropellar a policías municipales sea o no delito, cuando tiene a sus espaldas la responsabilidad de haber alimentado -política y materialmente- a esta tropa (la ya imputada y la por imputar) en su propio beneficio, define muy bien el país en el que vivimos.
Las responsabilidades jurídicas, por la vía de la imputación penal, son imprescindibles, porque necesitamos contar con la ejemplaridad que implica la sanción penal si queremos producir un mínimo efecto disuasivo en nuestras élites extractivas. De ahí sus ansias por terminar de capturar y desmantelar a nuestro sistema judicial.
Pero las responsabilidades sociales no lo son menos. Mientras las entidades que les sostienen no sufran un precio por hacerlo, mientras –por ejemplo- Telefónica pueda contar con Alierta y con Rato, y la Deusto Business School pueda estar presidida por Alfredo Sáenz, y no se resienta su cuenta de resultados, este país no tendrá futuro. Porque la única alternativa visible en este momento, la de Podemos, con sus propuestas de nacionalizar la banca y resucitar las cajas gestionadas por políticos (por ellos mismos, claro), no parece muy deseable.
Publicado o 13/10/2014 en http://hayderecho.com/
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