Esperanza y arbitrariedad

14 de abril de 2014

Bos días dende Alernativas-Xustiza. 

En relación coa "fuga" de Esperanza Aguirre, reproducimos a análise que fai un xurista no xornal dixital www.eldiario.es.


Por Teniente Kaffee

Ya la semana pasada, me referí de pasada al farruquito que se había marcado la lideresa del Partido Popular de Madrid: siendo el peso atómico de sus gónadas superior al del plutonio, aparcó en el mismo medio mitad de la Gran Vía de Madrid, en pleno carril-bus, y bajó a sacar dinero de un cajero automático.

Esperanza Aguirre
Al ser interpelada por agentes de la autoridad, pues tal consideración tienen los de movilidad en lo que se refiere a cuestiones de tráfico (no de influencias, del otro, el de ruedas), la sexagenaria ignoró a los uniformados, y salió quemando rueda, embistiendo una moto de patrullero, y conduciendo en plan Grand Theft Auto: Malasaña, hasta su casa. Una vez allí, se declaró enalturitas, mientras los agentes de la Guardia Civil que ejercen de escoltas de la susodicha se encargaban de frenar en seco a los municipales. O al menos, eso es lo que cuentan las crónicas.

El caso es que, el director de este medio, Ignacio Escolar, con el rencor indisimulado de progre que le caracteriza [modo Marhuenda: on], publicó un artículo en su pluriempleo, haciendo referencia a lo que hubiera pasado en caso de ser la imputada de condición menos notoria: que hubiera acabado en comisaría.

Y aquí debo negar la mayor. Siendo yo alumno en prácticas, asistí a un juicio en el que se me cayeron los palos del sombrajo sobre ciertas cuestiones relacionadas con las nociones jurídicas de los agentes de la autoridad.

Érase que se era una ciudad de provincias, que ocultaremos para preservar la identidad de los protagonistas, cual telefilme de sobremesa. Ese borrachuzo, de sobra conocido por sus tropelías al volante, que va haciendo eses con su coche por el centro de la ciudad. Esos agentes de policía local que le dan el alto. Ese conductor alcoholizado que les embiste con el coche hasta hacerles apartarse, se mete en dirección contraria por una calle, la de su casa, y tras empotrar su turismo contra un andamio, abandona el automóvil, se mete en su casa y recibe a los agentes en batín de andar por casa. Y por último, ese gesto sorprendido de “no sé de qué me habla, agente ¡hics! (hipo piripi)”, mientras un charquito de orina a sus pies recalca su beodo estado, y un moratón en su frente señala el punto en el que el volante estuvo a punto de hacerle una cirugía estética a lo bruto.

En el juicio, meses después, ante la negación de los hechos por el acusado y la ausencia de medición de alcohol, la pregunta del fiscal a los agentes fue de manual: “¿Y por qué no procedieron a su inmediata detención para practicarle la prueba de alcoholemia?”. La respuesta de los uniformados dejó desarmados a todos los juristas de la Sala: “Es que no podíamos transgredir la inviolabilidad domiciliaria, y nos negó la entrada”.

Cualquiera que se haya arrimado remotamente a un libro de Derecho en su vida, sabe que ya la propia Constitución proclama que la inviolabilidad del domicilio cede, no sólo en caso de orden judicial, sino también cuando se da el delito flagrante.

La Ley de Enjuiciamiento Criminal, en su artículo 553, clarifica aún más la cuestión, al decir lo siguiente:


Los Agentes de policía podrán, asimismo, proceder de propia autoridad a la inmediata detención de las personas […], cuando sean sorprendidas en flagrante delito, cuando un delincuente, inmediatamente perseguido por los Agentes de la autoridad, se oculte o refugie en alguna casa […]

Sólo por contextualizar, este artículo se encuentra en el capítulo de las entradas y registros en domicilio. O sea, más claro, el agua.

Y sin embargo, esos mismos agentes que se llevan detenido a un ciudadano por cosas que sólo pueden calificarse de falta de desobediencia leve (las faltas no permiten la detención, salvo que el culpable no tenga domicilio conocido), o que exigen la identificación a alguien que no está cometiendo un delito ni alterando la seguridad ciudadana (los supuestos principales en los que la legislación de Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, vía Ley Orgánica de Seguridad Ciudadana autoriza a pedir la documentación), no se atreven a hacer algo para lo que sí están facultados legalmente.

Como diría Mourinho: ¿por qué?

Quizás la explicación sea la doble vara de medir con la que se trata a los agentes de la Ley, por parte del Ejecutivo y por parte de la Justicia. A las fuerzas de seguridad ciudadana, versión reprimir protestas y ejecutar desahucios, se les da manga ancha por parte de los departamentos de Interior de los gobiernos central y autonómicos. En cambio, los encargados de investigación criminal, de los delitos “de verdad”, se encuentran bastante desprotegidos.

Todavía recuerdo un caso que leí en un boletín de jurisprudencia, que me puso los pelos como escarpias. Se trataba de un par de agentes del Cuerpo Nacional de Policía, que vieron a un conocido y peligroso delincuente, del que sabían que se hallaba en busca y captura, por mitad de la calle. Al ir a darle el alto, modo “policía, documentación, por favor”, el criminal en cuestión apuñaló a uno de ellos, robó un coche sobre la marcha y se dio a la fuga. El otro policía, tras asegurarse de que su compañero no corría peligro inmediato, cogió el zeta y, sirena a todo trapo, inició la persecución.

Finalmente, el delincuente acabó su fuga volcado en un talud, abandonó el vehículo y siguió a pie. El agente le persiguió, y tras alcanzarle, le dio el alto, esta vez pistola en ristre. El delincuente, convencido de que tenía las de ganar, se lanzó sobre el agente, cuchillo en mano. El policía, en lugar de tirar al bulto, tuvo la sangre fría, en mitad de una refriega, de noche, en un terreno irregular y desfavorable, de apuntar a una zona no letal, y dispararle en una pierna.

Por esta detención, el policía fue condecorado por el Ministerio del Interior. Pero sigan leyendo, que ahora viene la segunda parte.

El criminal detenido denunció al policía por las lesiones sufridas. Pese a los alegatos de legítima defensa y ejercicio de un deber, finalmente el policía fue condenado por lesiones imprudentes a una pena de escasa cuantía, que no iba a cumplir por carencia de antecedentes. El problema es la pena accesoria que incluye el Código: inhabilitación para profesión, empleo o cargo. Y un sólo día de ese tipo de inhabilitación implica la expulsión del Cuerpo. A la puta calle, por detener a un criminal con el mínimo daño posible, dentro de lo razonable. Condena ratificada por el Supremo.

Sinceramente, me gustaría que, además de las visitas a prisión, a centros de desintoxicación y demás zarandajas, la formación de jueces y fiscales incluyera una pequeña clase práctica sobre el concepto de proporcionalidad en la legítima defensa. Concretamente, la clase consistiría en una sesión con mi antiguo entrenador de defensa personal, que era experto en una modalidad de arte marcial tan radical que ni siquiera tiene competiciones deportivas. El lema que tenía en su vieja web, hoy inactiva, era: “Dios perdona siempre; la Naturaleza perdona a veces; la calle no perdona nunca”. Y después de esta clarificadora experiencia, que me explicasen cómo aplicarían ellos la fuerza proporcional y estrictamente necesaria a un energúmeno sin nada que perder, y que te ataca convencido de que es legalmente intocable.

El caso es que luego uno ve cosas como los indultos a policías autonómicos que torturan a un ciudadano inocente, o que disparan por la espalda a un simple ratero, y alucina. Evidentemente, los policías honrados, que tratan de hacer su trabajo de la mejor manera posible, están que no saben por dónde les da el aire en estas cuestiones.

Luego, nos sorprendemos cuando las fuerzas del orden se tientan la ropa antes de ponerles, a ciertos próceres de la patria, unos bien ganados grilletes.


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