Si yo tuviera el don de la palabra y encontrara las justas y apropiadas para glosar la figura deGallardón? pero no la poseo, y por otra parte ¿cómo un modesto profesor de provincias, como es mi caso, va a atreverse siquiera a comentar la trayectoria de esta luminaria de la ley, de este prohombre que nos asombra cada día con su entrega inquebrantable al servicio de España?
Prescindiré, pues, de narrar su honorable ascendencia, que ha marcado su destino, y de extenderme en glosar su dilatada experiencia de servicio público, que comenzó en 1983 como simple concejal y que, ininterrumpidamente, le ha llevado a desempeñar las más altas responsabilidades, primero como presidente de la Comunidad Madrid y más tarde como alcalde emblemático de la Villa y Corte. Aludiré tan solo a que, gracias a Gallardón, Madrid se ha situado a la cabeza de las ciudades europeas. Ninguna otra ciudad se le puede comparar en cuanto al boato con que adornó a su Ayuntamiento (lo que ha dejado boquiabiertos a propios y extraños), el lujo de sus estancias, la amplitud de sus comitivas y coches oficiales, los veinticuatro mil empleados a los que dio trabajo y la magnitud faraónica de las obras emprendidas durante su mandato, todo ello por la escasa suma de siete mil millones de deuda acumulada, que para nada empaña su magistral ejecutoria. Cierto que algunos de sus proyectos más ambiciosos naufragaron a causa de envidias y conspiraciones antiespañolas, pero no por eso Gallardón ha desistido de perseguir, incansable, los más altos ideales.
Me limitaré, pues, a resumir sus éxitos en la corta etapa que lleva como ministro de Justicia España, encomienda en la que, una vez más, ha dado pruebas de gran ingenio y tenacidad en la noble tarea de regenerar la maltrecha Justicia española, solícita de la dedicación de un personaje de su calibre.
Conocedor del exceso de litigios que lacera la Justicia española, Gallardón ha establecido tasas apropiadas para castigar a los malos ciudadanos que pleitean sin ton ni son
Pero no se detiene aquí la gigantesca obra regeneradora que Gallardón ha cargado sobre sus espaldas. El intrépido ministro, sin tomarse un segundo de respiro, y en aras de alcanzar el objetivo de eficiencia y celeridad de la Justicia, va a impulsar una reforma que asombrará a las generaciones venideras: encomendar los casos difíciles, no a un juez instructor, sino a tres de ellos, para garantizar de este modo la excelencia de su trabajo y la fluidez de sus resoluciones. Y –sin ánimo de agotar la temática– Gallardón se apresta a realizar una nueva hazaña, consistente esta vez en silenciar, de una vez por todas, esas voces maledicentes de medios de comunicación, o de otros jueces o asociaciones judiciales malévolas, que se atreven a perturbar la paz y la independencia que a los jueces honestos corresponde.
Como todos los grandes héroes, Gallardón está condenado a soportar la incomprensión de sus contemporáneos